martes, 19 de mayo de 2015

La ciudad de libros




















Contaba mi mamá que siempre le gustó jugar con libros. Hacía paredes y pilas con ellos, laberintos de encierro en los que jugaba tranquilamente y sin que nadie la molestara. 

Fue la segunda de trece hermanos. Mi abuela tenía serios problemas psiquiátricos, la internaban cada vez que nacía un nuevo bebé, y cada uno o dos años había un bebé recién nacido. Mi abuelo era un hombre fuerte, carismático, muy divertido, inteligente y trabajador, pero padecía de un serio alcoholismo. En las largas temporadas que pasé en el hospital junto a mi mamá antes de que muriera, me contaba con dolor y detalle la vida en las distintas casas de su infancia: recuerdos terribles, sórdidos. Aquellas pequeñas cámaras con paredes de libros debieron ser un gran refugio.

Mi mamá murió un viernes, al lunes siguiente fui a la librería para ver qué era eso que me había dejado: laberintos de libros, malos a primera vista. Una acumulación terrible, polvorienta y nada atractiva, un trabajo inacabable. Construyó a lo largo de casi veinte años una pequeña ciudad de libros dentro de las paredes enmohecidas y dañadas del edificio viejo de la colonia Roma. Avenidas y calles formadas por libreros, barrios selectos, espacios olvidados, zonas en construcción, barrancas, edificios a punto del derrumbe. Por toda la librería había pedazos de maderas, cajas, vigas de metal y cosas que no puedo imaginar si le sirvieron de algo. Nunca tiró libros como suelen hacer los libreros de viejo para exhibir lo mejor. Los acumuló en los pisos para formar barreras y evitar pérdidas mayores con las frecuentes inundaciones. 

Los espacios para transitar dentro de la librería son pequeños y estrechos, están hechos a la medida de mi madre, ella era muy delegada y de baja estatura. Como algunos saben, caminar por estrechos como estos con una pila de libros en los brazos puede provocar serios accidentes: derrumbes de torres que cierran los pasos, libros maltratados, además pospone el orden; tenemos uno o dos desastres como éste al día.

Después de un año de trabajo intenso, sí puedo notar el cambio. Llego a la casa bajo una capa de polvo, con ese olor extraño que me acompañó toda la infancia, dolor de espalda y músculos fuertes. El trabajo en la librería es un trabajo físico, mucho menos intelectual y glamoroso de lo que podría pensarse.

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